III
La Campana
(Cuentos Cortos)
Decisión.
Miró a su madre sentada en el viejo sillón de mimbre. Tejía. Ahora que
el amor golpeaba a su puerta no sabía si tenía derecho de darle cabida. Nunca
creyó que otra vez esto pudiera sucederle porque pasados tantos años ya se
había despedido de aquellas delicias. Sin embargo ahí estaba y con mucha fuerza
pugnaba por entrar en su vida.
Volvió a mirar a su madre. Su piel llena de arrugas, delgada y suave,
olía a rosas, a fragancias de su niñez. Sus manos habilidosas aún daban útiles
regalos por doquier. Su pensamiento sabio estaba atento a todos sus
movimientos. - ¿Podré dejarte, madrecita, por este, mi gran amor? – Se
preguntaba aquel hombre enamorado.
Ella, ensimismada en recuerdos de amores lejanos, solo anhelaba que su
hijo hallara en la madurez, una mujer perfecta, llena de belleza sobretodo
dentro del corazón, y con unos brazos capaces de albergar tanta maravilla. -
¿Te animarás a dejarme para yo poder al final, vivir con libertad los últimos
años de vida que me quedan? - Se decía aquella santa madre mientras su hijo la
miraba sin poder tomar una decisión.
Cuando él se fue, ella se sintió inmensamente feliz ya que ahora podía
irse en paz.
Gotas de vida
Puse en mi boca la última barrita de chocolate que encontré en la
cartera.
- Es la última – me dije mientras
la colocaba bien pegada al paladar para comenzar a acariciarla muy sutilmente
con mi lengua. Era la última porción. Dulce, suave, cremoso chocolate dentro de
mi boca. Me hablaba de sensaciones, de placer, del delicioso sabor de lo bueno.
Fui degustándolo lentamente. Raspando con delicadez con mis encías, carrillos y
papilas gustativas, cada miligramo de aquel postre.
– Que no se acabe – me decía al tiempo que
arrollaba en un bollito el papel dorado, no sin antes leer: “Gusto capuchino”. – Es el primero que me
regaló – pensé – pero no el que más me gustó…ese fue el de limón –
Miré de nuevo y lo arrojé por una alcantarilla. Rodó y cayó en el vació
hasta desaparecer de mi vista.
- Ya está, se fue, este es el
final – repetí tragando la última gota de vida por mi garganta casi seca.
Mis ojos miraban la nada y mis pensamientos divagaban hacia aquellas
otras tantas veces en que tuve que despedirme de algo…o alguien.
Y ya comenzaba a caminar alejándome de mi casa, cuando de pronto lo
recordé: - Me queda otro trozo en el cajón del comedor, entre los manteles
finos. Es el de chocolate amargo con cascarita de naranja. Sí, ahora lo
recuerdo, lo guardé ahí porque fue el más sabroso de aquellos regalos – Pensaba
para mis adentros.
Desanduve apresuradamente el camino, subí por el ascensor, abrí la
puerta del departamento y, como loca, busqué la tableta en el fondo del cajón.
Ahí estaba: “Chocolate Suchard con ralladura de cáscara de naranja”. Tuve el
impulso de comer pero no, me senté en el sillón y me largué a reír a
carcajadas. ¡Qué bueno! Lo dejaría guardado, esperando a que él se me tornara
indispensable y mi boca, lo deseara de nuevo.
Casi una “sueca” en Europa.
Esa tarde me había decidido a reconquistar a mi marido de una vez por
todas. Hacía tiempo que estaba coqueteando con la directora del coro al que
concurría una vez por semana, desde hacía varios meses. Cuando me enteré de que
era inminente su viaje a Europa para cantar en el Vaticano y en un encuentro de
coros en Zaragoza, me sentí muy feliz porque supe que eso era lo que estaba
necesitando mi pareja. Un cambio de aire nos haría bien… Pero muy grande fue mi
sorpresa al comprobar que yo no estaba invitada al “Tour de Encuentro Coral”.
Mi amado puso excusas, diciendo que no había dinero para viajar los dos.
Sin pérdida de tiempo me apresuré a sacar un crédito para poder
acompañarlo y me decidí a hacer un cambio de “look” en mi persona, como parte
del plan para hacer que él se enamorara de nuevo de mí. Fui a la peluquería y
le dije a mi peluquera – Quiero ser una “sueca”, rubia, sensual y decididamente
muy atractiva. Quedé muy bien con mi cabello lacio, casi platinado y mis lindas
facciones realzadas por un suave maquillaje juvenil.
Y así me embarqué, resuelta a todo. Pero
cuando estábamos ya en España pude comprobar, muy a pesar mío que Juan ni me
miraba, solo tenía ojos para la joven directora, que los llamaba a todos a
ensayar a las horas más extrañas.
Primero lloré amargamente en mi cuarto de hotel pero luego, y al ver que
a mi esposo no se le movía ni un pelo, me decidí a usar toda mi inteligencia
para revertir la situación.
También había viajado con nosotros el supuesto novio de la directorcita,
quien se notaba muy dejado de lado por ella. Un joven muy apuesto y con grandes
dotes de cantante. Había llevado su guitarra y cantaba tiernamente canciones
folclóricas de nuestro país en los pasillos y lugares de reunión. Me acerqué a
él, ya que mis virtudes como cantante y mi conocimiento del cancionero popular
argentino, no son nada desechables.
Enseguida nos sentimos bastante atraídos uno hacia el otro, como
sabiendo que éramos parte del mismo drama de abandono. ¡Y claro que lo éramos!
Realmente construimos una linda amistad ya que aprovechamos la ausencia
de nuestras respectivas parejas, que siempre salían en grupos separados a
nosotros, para charlar, cantar y contarnos las penas.
Nunca olvidaré a Ricardo, ese joven buen mozo con quien urdimos un plan
nunca expresado verbalmente, de despertar celos en nuestras parejas. Aunque más
allá de eso la pasábamos muy bien juntos.
Pronto empezó mi Juan a sentir mi ausencia, ya que siempre que él
regresaba de sus pequeñas excursiones, yo no estaba ahí esperándolo, sino que
me encontraba cantando con mi nuevo amigo o paseando y sacando fotos con otro
grupo de gente que habíamos conocido.
- ¿Dónde está Ana? ¿Por qué nunca la veo
últimamente? - Decía muy afligido mi
esposo. Para luego buscarme por todo el hotel, quedándose muy enojado por mi
desaparición repentina.
- ¡Hola cariño! Tuve un día hermoso,
lleno de aventuras y donde pude conocer a gente muy interesante – Le decía yo
muy feliz cuando volvía cansada por la noche. Porque él comenzó a esperarme a
que yo volviera, muy enojado.
- ¿Estás enojado mi amor? Pero si solo
fuimos a una pequeña excursión. Saqué muchas fotos. ¿Te cuento de nuestro viaje
a la aldea de Borja? Conocí a un verdadero Conde, te aseguro que nunca creí que
aún existían…
Pero mi esposo no parecía estar muy contento con todas mis
experiencias…y comenzó a preguntarse el por qué él no estaba conmigo, para
compartirlas. Su cara de celos comenzó a delatar sus verdaderos sentimientos y
ya dejó de mirar a Marisa, para poner en mí toda su atención. Pero yo lo estaba
pasando muy bien sin él y no estaba dispuesta a cambiar el mundo de alegría y
diversión que me había forjado.
- ¡Donde van? ¿Va Ricardo con vos?
- Vamos a la plaza y a visitar la Pilarica,
la gran catedral…¿vos dónde vas? ¿Siguen ensayando? – Le dije como al pasar.
- Si, seguimos ensayando – Dijo
haciéndose el indiferente.
Y los días pasaban sin poder tener con mi marido ni un momento a solas.
Mi amor estaba jaqueado por las circunstancias y ya veía yo que todo se venía
abajo. Pero no estaba dispuesta a ceder, no pensaba llorar ni una lágrima más y
no lo perseguiría ni lo controlaría ya jamás. Debía ser él quien diera el brazo
a torcer.
Enfrascada en estos pensamientos me di cuenta de que pronto saldríamos,
todo el grupo, para Borja, a recibir del Alcalde del pueblo una distinción para
el coro. Yo no quería ir pero Juan insistió.
Cuán grande fue mi sorpresa cuando al encontrarnos en el recinto de la
Alcaldía de Borja, el Alcalde era aquel Conde que yo había conocido en un bar
durante una de mis incursiones por las aldeas de España.
- Y ahora quiero llamar al escenario a
una dama muy hermosa que he conocido
hace unos días, la Señora Ana María. Pertenece a este grupo y no recuerdo su
apellido...- Se quedó el noble parado, buscando mi rostro con su mirada.
- Al oír mi nombre me paré
automáticamente y mis piernas me llevaron hacia el escenario donde se
entregaban los premios. El Gran Conde de Borja, Alcalde de ese pueblito, me
tomó la mano y la besó con sutileza entregándome un ejemplar del libro de la
Historia de Borja, que aún conservo.
No puedo explicar cómo se transformó la fisonomía de mi marido al ver
semejante escena. Se paró de un salto y salió rápidamente del lugar.
Seguidamente y ya en el hotel, me anunció que nos separaríamos del
grupo, para continuar nuestro viaje, solos.
- Mi amor, mirá, acá tengo el itinerario
del viaje que realizaremos por Italia. Luego de cantar en el Vaticano junto con
el coro. Nos iremos los dos solos a conocer Roma, Venecia, Pizza y Florencia.
¿Estás contenta? ¿Querés que nos vayamos los dos solitos? – Dijo tomándome de
las manos y besándome tiernamente en los labios. El primer beso después de
mucho tiempo…
- Sí, cariño, claro que estoy feliz, te amo y
esto es lo que quise desde siempre, tener un viaje romántico para los dos – Lo
abracé con pasión y miré al espejo para ver la hermosa pareja que hacíamos.
Esta es la historia de mi viaje a Europa, un viaje de amor, de celos y
de confusión. Una verdadera anécdota de viajeros.
Los cuentos de Virginia
(Tres relatos y una advertencia:
Los personajes de estos cuentos son ficticios. Cualquier parecido con la
realidad es solo pura coincidencia)
I: Verano porteño
Ocho y media de la noche…se acercó al reloj y pudo comprobar lo que ya
el reflejo de las ventanas le estaba anunciando: se estaba haciendo tarde.
Había dado vueltas por todo el departamento y claro, cada vez que lo
hacía pensaba: “está hecho un chiche”. Pero para qué le servía si nadie venía
nunca a visitarla…
En fin, su vida se había tornado en algo muy aburrido y hasta casi
decadente. Pero gracias al nuevo “batido vivificador de vitaminas y minerales”
que estaba tomando, se sentía muy bien, nada deprimida y con ganas de afrontar
nuevos desafíos…Mañana comenzaría a concurrir a un gimnasio cercano en el que
pensaba estar por lo menos una hora y media, luego regresaría muy rápido a
tomar sol en la terraza y finalmente, casi a medio día, bajaría a ducharse y
arreglarse. Mañana también era el día en que sus hijos viajarían a la playa con
amigos y noviecitas a pasar un mes y trabajar (fabricar y vender) sus
artesanías. Sinceramente, esperaba poder arreglárselas bien en su soledad
porteña. ¡Pero era necesario pensar en algo importante para hacer ese verano!
Por supuesto que la búsqueda de trabajo debía continuar “sin prisa pero sin
pausa”, como la vez anterior, que había conseguido ingresar a esa gran empresa.
Y ahora, seguramente lo lograría de nuevo…siempre que se ocupara de ponerse
hecha una diosa, una “super-lady” que a nadie pudiera dejar de gustar ni de
atraer…- Todo es cuestión de proponérselo para lograrlo- Pensaba Virginia
Rabolini, una profesora de Letras y escritora, perdida en el barrio de San
Telmo en el Buenos Aires de comienzos del año 2008.
Empezó a contactar hombres por Internet - Alguno habrá que sea ideal
para mí… Si tan sólo apareciera un amor en mi vida…todo cambiaría… – Se decía
Virginia, preparándose para iniciar la selección de un varón a quien poder
darle todo ese cariño que tenía aprisionado en su interior. - Quizá si son
mayores, aún no estén contaminados con esta costumbre de ver a la mujer como un
objeto. Los hombres de cincuenta o más son de otra época en la que había otros
valores… – Cavilaba ella, que se consideraba “pasada de moda, hecha a la
antigua” y no se sentía mal por eso.
Pero cuando esa tarde entró en el bar de San Telmo justo al frente del
Parque Lezama y lo vio, comprendió sencillamente, que todavía quedaban hombres
maduros y “churros” en la ciudad, sólo que no eran para ella. Un ser totalmente
pagado de sí mismo, que hablaba sin parar sobre él y que no sabía escuchar. Al
cabo de un rato Virginia ya no entendió nada de lo que decían sus labios sino
que los veía moverse sin saber qué significaban sus palabras. Quedaron en
llamarse pero eso nunca sucedió; ella simplemente le escribió un poema para dar
por terminada la corta relación. Se esforzaba por recordar su nombre pero no lo
lograba, no podía saber cómo se llamaba esa persona tan poco especial que había
conocido en el Café Hipopótamo y tampoco pudo recordar jamás a nadie de los que
le sucedieron durante ese verano…Pero sí
podía rememorar su tan remanido y repetido discurso: “… yo quiero que todo sea
un cincuenta y un cincuenta, que las cosas se hagan siempre mitad y mitad. Si
la mujer tanto quería la liberación, que ahora se responsabilice de la parte
que le toca…”
- Ya no quedan hombres generosos, ni
hombres que sepan volar, ni verdaderos caballeros, no hay caso, ya no quedan
más… – Pensaba la hastiada profesora, tirada en su gran cama de bronce, sobre
su importante e inmóvil, recién estrenado, colchón Simmons.
Pasaron los días y nada parecía indicarle que algo sucedería diferente a
lo que venía pasando en su vida desde hacía casi una década. Es verdad que
había logrado bajar cuatro kilos y lucía un color bronceado hermoso que,
combinado con su nueva remera naranja,
quedaba “brutal”. No podía cansarse de mirarse en el espejo que reposaba detrás
de la gran cómoda de estilo art-decó. Estaba hermosa, igual que su
departamento, tan lindo y tan deshabitado. Era verdad que todo estaba bien por
fuera pero por dentro…sólo lágrimas le
humedecían las entrañas…
Por suerte tenía sus escritos, esas historias de amantes, de jóvenes
aventureros y de mujeres apasionadas, que la salvaban de morir asfixiada en su
propio delirio de soledad. Y por suerte también su mente idealista y su enorme
mundo interior la acompañaban permanentemente acunando su ser de niña cándida.
Eso también la salvaba de aquel letargo inútil del cuerpo y de aquella sedienta
realidad de su alma.
Virginia se despertó igual ese último domingo de Enero, igual de sola
que siempre, igual de quieto su espíritu. – Hoy voy a misa primero y luego me
voy a lo de Mamá. ¿Qué será de los chicos que no tengo noticias de ellos? Voy a
ver si puedo comunicarme por celular. Me preparo unos mates y luego los llamo –
Se dijo por lo bajo, hablando sola.
De repente y sin que lo esperara, sonó el portero eléctrico.
- ¿Quién es?
- Pablo, el amigo de Nahuel. ¿Está él?
- No, Nahuel está en la playa…¿querés
pasar?
- Bueno, es para dejarle algo.
Inmediatamente Virginia encendió el televisor y puso el canal 100 en el
cual la cámara del palier de la planta baja reflejaba a los visitantes que
tocaban el timbre de entrada. Pudo ver a un joven alto, rubio y bien vestido
con jeans y remera suelta - Lo conozco – Pensó la mujer que se apresuró a
pulsar el botón del portero para darle entrada. Al cabo de unos segundos
escuchó el ascensor que subía y finalmente lo tuvo allí parado bajo el dintel
de su puerta, con esos enormes ojos celestes y esa amplia sonrisa que parecían
darle mucha confianza. Una voz modulada de hombre adulto la envolvió enseguida
y pronto se encontró sentada frente a él en el juego de sillones de su living.
- ¿Qué querés tomar Pablo?
- Nada,
¿tenés un vaso de agua fresca? Hoy hace demasiado calor…
- Sí, ya te doy…Pero…contame…¿Cuándo
regresaste de Europa?¿Cómo te fue?
- Bien, estuve primero con mi hermana y
luego me largué a viajar solo por todos lados. Conocí España, Francia, Italia,
Portugal…en fin, casi toda Europa.
- Sí, demoraste mucho, casi dos meses
¿no?...Acá tenés el agua, es mineral y bien fría…¿Querés comer una cosa rica?
Hice una tarta de frutillas…¿te gusta?
- Mmmmmm es mi favorita…bueno, dale, te
acepto una porción.
- Te aseguro que nunca comerás nada igual…es
mi especialidad.
Virginia fue a la cocina a cortar con cuidado una gran porción de su
tarta de frutillas y mientras lo hacía aprovechaba para espiar a Pablo por la
ventanita que conectaba el desayunador con el comedor. Lo vio allí sentado, con
sus cabellos dorados, su torso joven y
bien formado, su aire casual y su onda de argentino recién llegado del
exterior. Su imagen le hizo aparecer mariposas en el estómago, tanto que se le
cortó la respiración – Es un bebé – pensó – pero no es “mi” bebé, sino apenas
un amigo de él… – Terminó de aclarar para sí misma - ¿Y por qué no me puede
gustar? – Continuó pensando con una sonrisa pícara en los labios.
- Decime Pablo, ¿vos sos bastante mayor
que Nahuel verdad?
- Sí, creo que le llevo como cinco años.
¿Por?
- Por nada. Sí, en realidad es porque
ahora que te miraba bien, me pareciste como de treinta y dos.
- No, tanto no, tengo veintiocho.
- Mirá vos, yo tengo cuarenta y dos. Soy
una vieja al lado tuyo.
- No, ¿por qué? Yo te veo super- joven.
Sos una bella mujer.
- Bueno, gracias, era lo que necesitaba
oír para levantar mi ánimo…Realmente, ¿cómo me ves, estoy igual que la otra vez
o diferente?
- Estás preciosa, ya te lo
dije…preciosa…
Fue justo en ese momento cuando vio saltar a Pablo del sillón y
plantarse junto a ella, con los ojos clavados en su escote y las piernas
arrodilladas sobre el almohadón. En menos de un minuto ya le estaba
desabotonando la blusa e introduciéndole la cara entre sus pechos que como dos
platos redondos y blancos, surgieron desde abajo de su corpiño al tiempo que el
joven hacía llover una multitud de besos sobre ellos – ¡Qué bien se siente! –
Susurró Virginia con un suspiro ahogado – ¡Mi amor!... ¡Cuánto te estuve
esperando! – Y sucedieron una serie interminable de caricias, besos y juegos
amorosos sobre el diván, que terminaron en el piso, sobre la primorosa matra
tejida peruana, que oficiaba de alfombra.
Fue una tarde diferente, de amor extraviado. Cuando llegó la noche y
Pablo debió abandonar su vivienda, ella abrió la persiana para verlo partir.
Caminaba doblando la esquina y pudo verlo entre las copas de los árboles que
apenas lo tapaban. Levantó la mano y esperó a que él se volviera. – Si llega a
la esquina y no mira hacia aquí, juro que nunca más lo veré – Pensó Virginia
con el aliento contenido. Luego vio como se alejaba y esperó. Esperó por
siempre que él se volteara.
Ese Lunes se sintió sola pero completa, llena de alegría y ganas de
vivir. Plena, satisfecha, joven, radiante, con unos incontrolables deseos de
hacer cosas que jamás había hecho, cosas que le habían quedado en el tintero a
lo largo de los años. Por eso, cuando se
encontró con ese hombre que le presentara una amiga, no pudo explicarse el por
qué, pero supo que él era para ella.
Mujeres al margen
I: Rosita y la esperanza defraudada
Rosa y Juan fueron a Buenos Aires
a hacerse un futuro. Cuando llegaron, decidieron instalarse en una villa en
Retiro.
- Tengo brazos fuertes y se construir un
rancho – Dijo Juan a Rosita que lo miraba con cara de asombro.
- Está bien, pero... ¿mientras tanto,
dónde dormiremos?
- En la casilla de mi compadre que es
del pueblo, él nos dará refugio.
Rosita lloraba…- ¿Dónde había quedado el agua cristalina del arroyo, las
montañas catamarqueñas, y sus parientes artesanos, esos hombres dignos porque
portaban en sus manos, siglos de sabiduría indígena…? No podía entender por qué
las cosas habían salido tan mal - ¡Quiero volver al pueblo, tengo miedo! – Su
voz se había transformado en un grito agudo y desesperado. Fue en ese instante
cuando sintió el golpe sobre su cara y luego otro y otro, hasta que le salió
sangre de la nariz.
- ¡Calláte, tonta, ya me tenés podrido!,
no ves que aquí se oye todo – Gritó Juan mientras salía, dejando a Rosa muy
asustada, en medio del llanto.
La vida en la “villa miseria” era muy dura, no había agua, luz ni
cloacas. La suciedad, el mal olor y la violencia eran cosas corrientes. Rosa
supo lo que era ser una mujer golpeada y sometida.
Juan empezó a tomar para olvidar. Olvidarse de la inestabilidad laboral,
del bajo salario, de la discriminación por ser un “cabecita negra” y de la
falta de horizontes. Y de tanto tomar
vino, se olvidó también del amor que tenía por su esposa a la que obligaba
todas las noches a tener relaciones con él, aunque no quisiera.
Un día llegó un curita. Les prometió que allí levantarían una iglesia,
un comedor popular y una cancha de futbol. Les habló de Jesús que también era
el hijo de un carpintero, un trabajador. Que debían escuchar sus palabras
cuando dijo “…de los pobres será el Reino de los Cielos”.
Y fue el Padre Matías quien le aconsejó a Rosa que le hiciera la denuncia
a su marido…
Cuando él se fue, ella sintió que se le partía el suelo en dos. ¿Qué
haría sin él? Pero sin él se arregló muy bien, trabajando como un burro, pero
tranquila.
Con el tiempo, ya jubilada, pudo regresar al pueblo, donde le dijeron
que Juan había andado por ahí, buscándola.
Se quedó en Tinogasta. Al atardecer, salía a la vereda con dos sillas y
algo para comer y beber. Allí esperaba día tras día, verlo venir, bueno como
antes, regresando a sus brazos.
II: Sofía (Inspirado en una
historia real)
“ARBEIT MACHT FREI”, rezaba una leyenda sobre el portón de entrada de
Auschwitz o “el trabajo te hace libre” en alemán. Infausta declaración para el
campo de prisioneros más atroz de la Segunda Guerra Mundial. El tren dejó su
máquina debajo del cartel mientras su cargamento humano (miles de judíos
franceses) esperaba para ser internado.
A los Dahan no les quedaban lágrimas. Esa tarde en París, en que
oficiales de las SS irrumpieron en su casa de la Place des Vosges, no habían
podido preparar valijas. Se los llevaron sin darles tiempo a nada.
Tomadas de la mano, Sofía y su madre, entraron en las barracas. Vieron
que contaban solo con literas de madera para dormir, sin colchones, mantas ni
almohadas. Todas las noches, las mujeres se acurrucaban para darse calor.
Pronto comprendieron que debían intentar sobrevivir, evitar el camino hacia las
cámaras de gas letal. Habían perdido todo rastro de Aaron, el padre.
Sofía fue asignada a la cocina. Su vida se centró en hacer de comer y
servir a los soldados y oficiales nazis y a los prisioneros.
Una tarde vio que un hombre la miraba. Era joven y bastante apuesto a
pesar del desgarbado atuendo de prisionero. La miraba fijamente y ella no pudo
desviar sus ojos de los de él. Fue amor a primera vista. Solo se miraron
largamente, no podían hablar. Todas las noches al servir el horrible caldo y entregar el trozo de pan,
se encontraban para verse y acariciarse con sus miradas, en ese amor platónico
que había surgido en medio de tanto horror. La esperanza de ver su rostro cada
noche, la mantenía viva.
Con la certeza de que era una huérfana, Sofía supo que la trasladarían.
Apremiada por los tiempos, decidió sobornar a un soldado para que
arreglara un encuentro.
Esa misma noche se vieron. Corrió por el campo unos veinticinco metros
hasta juntarse con su amado. Se abrazaron y besaron por primera vez,
tiernamente y casi sin hablarse.
- ¿Cómo te llamas?
- Sofía Dahan…¿y tú?
- Max Broder…Viviré para ti…Nos
encontraremos…
- Sí…Te amo.
- ¿A dónde?
- En París, nos veremos en París.
Cuando Max y Sofía se casaron,
luego de finalizada la guerra, lo primero que le preguntó ella fue cómo supo
que lo amaba, a lo que él respondió:
- Porque dentro de mi plato siempre
había doble ración de pan. Supe que me cuidabas.
- ¡Oh, Max, por favor nunca me dejes! –
contestó Sofía mientras lo besaba apasionadamente.
1 comentario:
Muy buena tu narrativa. Me gustó el cuento de Sofía...Saludos desde Israel...Enrique
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